Los equipos ingleses juegan liga y dos copas. Además, como si fuera poco, en el torneo no están habilitados los cinco cambios. Ellos también sufren lesiones y son tan víctimas del Covid como los demás. Quizá, digo yo, las diferencias no están solamente en la preparación física.
La masa evalúa a los entrenadores basada exclusivamente en el resultado, como si este dependiera exclusivamente de su voluntad. Por ello abundan sentencias como que tal entrenador es el mejor porque gana o el otro es un fracasado porque no ha triunfado en la Liga de Campeones.
Ahora bien, al espectador no se le puede exigir otra manera de expresarse cuando desde los medios se venden esos juicios como verdades absolutas.
El día que las mesas de café dejaron de ser centros de debate de ideas para convertirse en refugio de bufones histéricos fue cuando esto de hablar de fútbol se acabó. Darse un tiempo para encontrar razones cedió ante la histeria y la inmediatez.
Pensar es un delito; gritar es el nuevo método. No hay notables sino personajes notorios incapaces de construir argumentos que vayan más allá de los lugares comunes y las vísceras.
Así condenan o alaban al entrenador según el éxito circunstancial. A esto se han sumado ex futbolistas y entrenadores que necesitan las monedas que el circo regala a todo aquel que acepte sus reglas.
Es tan perverso todo que Guardiola, Zidane, Klopp, Conte, etc., son apenas integrantes de una fila que conduce al paredón. Los únicos que se salvan son los bufones, que hoy, además de cumplir con su rol de chocarreros, también son verdugos. Todo por el mismo precio.
Por ello hablan de sistemas y no de seres humanos, complejidad, relaciones o circunstancia. La banalidad ha ganado la guerra en el fútbol pero no por ello hay que sentarse a mirar el desfile y aplaudir…
