La selección argentina se acercaba a la gloria en México ’86, le ganaba 2 a 0 a Bélgica y las cámaras mostraron que iba a ingresar un jugador con la camiseta número 3, ansioso, bajito y con poco pelo. Maradona, autor de los dos goles, se acercó a la línea lateral y le dio la bienvenida: “Pase, Maestro, lo estábamos esperando”. Era su ídolo de la adolescencia, Ricardo Enrique Bochini era querido y admirado por los hinchas de casi todos los clubes, por más que su carrera tuvo una sola franela durante 19 años, la de Independiente, donde ganó 14 títulos. El mejor del mundo lo contó así: “Cuando vi que entraba Bochini, me pareció que tocaba el cielo con las manos. Sentí que estaba tirando una pared con Dios».
Bochini fue un número 10 mágico, que no coincidió en los momentos de las decisiones de los entrenadores para jugar las cuatro Copas del Mundo contemporáneas con su brillo y apenas se vio en ese rato frente a los belgas. Había participado en la Eliminatoria para Alemania ´74, a los 19 años. Menotti lo dejó afuera en una etapa maravillosa en 1978, como a Maradona. Así que fue un campeón mundial tardío, cuando declaró que no se sentía como tal por lo poco que había jugado. Con pocas palabras, siempre dijo cosas contundentes. Hace unos meses se enojaba al oír que la Eliminatoria Sudamericana era la más difícil del mundo. “¿Cómo va a ser difícil si clasifica hasta el quinto?”, reclamó.
En la cancha era aguerrido, su habilidad indescifrable arrancaba siempre hacia el arco contrario y con sus pases precisos transformaba a cualquier delantero en el goleador del campeonato. El magnetismo del “Bocha”, que generó todo tipo de expresiones, cantos y hasta poesías, surgió de cómo llevaba el balón pegado al pie, gambeteando para limpiar el camino al gol.
Su aspecto despreocupado no es el de las grandes figuras. Jorge Valdano, compañero en México ‘86, lo describió así: “Era Woody Allen jugando al fútbol: un cuerpo insuficiente para cualquier cosa, una cara adecuada para el fracaso, un talento punzante, veloz, inmenso. Era como ese ladrón que ausculta la imposible caja fuerte mientras sus dedos le sacan el secreto a la clave, hasta que de pronto… ¡clic! Un balón jugado por él abría todos los candados defensivos. Le bastaba un toque, un clic. Su cabeza es como una cancha de pueblo, pelada en el centro; su tronco de plastilina, y sus piernas, de alambre. Clara demostración de que en el fútbol el aspecto no hace al ídolo. El Bocha era la reserva espiritual de un fútbol que se nos escapaba de las manos a toda velocidad».
En 1972 se jugaba la Minicopa de Brasil, un mundialito en el que participó Venezuela. El Independiente campeón de la Libertadores aportó cinco jugadores, entre ellos José Omar Pastoriza, quien iba a estar asociado a varias conquistas de Bochini. El campeonato local continuó y el 25 de junio en el Monumental de River debutó en Primera División. Asombró con su desfachatez y desde entonces cada vez más hinchas llegaban temprano al estadio para aplaudir sus maravillas en el partido de Reserva, sabiendo que vendrían muy buenos tiempos.
Los Rojos de Avellaneda ganaron la Libertadores en los tres años siguientes. En 1973 su juventud esperaba en el banco de suplentes, que en la final con Colo Colo en Montevideo estaba rodeado de miles de hinchas. El empate que les daba el título a los chilenos y se multiplicaban los gritos al técnico Humberto Maschio. “Ponelo al Bocha, ponelo al pibe”, repetían hasta que se decidió. Sus desparramos ayudaron al gol de Miguel Ángel Giachello, de su mismo pueblo de Zárate en la provincia de Buenos Aires, a 90 km de la capital.
En ese mismo año, todavía con 19, se ganó la inmortalidad con un golazo en Roma a la Juventus para ganar la Copa Intercontinental. Se llevaron el balón desde la mitad de la cancha en paredes con su gran socio Daniel Bertoni y definió al entrar al área picándola al estilo de Messi por encima del Dino Zoff, que tenía todos los récords de imbatibilidad.
Antonio Dal Masetto en su cuento “Goles” describe un personaje que refleja el fenómeno del número 10, un muchacho que escucha un partido con la radio pegada a su oreja, llora y dice: “Qué grande el Bocha. Bochini es lo máximo, siempre me hace llorar. La primera vez fue en 1973. Esa tarde me escapé de la escuela y fui a ver por televisión el partido con la Juventus. El Bocha agarró la pelota y no lo paró nadie, se fue solito hasta el fondo del arco de los tanos. Cada vez que empiezo a hablar del Bocha y de Independiente me dan escalofríos…Es único, el más grande, un adelantado”.
Ya era la gran figura de los Rojos, donde completó 634 partidos en Primera hasta una lesión en 1991. Marcó 97 goles en los torneos locales, casi todos formidables y decisivos. Aparecía cuando se lo necesitaba y no fallaba en los clásicos con Rácing, lo que aumentó la idolatría. A la llegada de Roma, tocaba jugar en el estadio de los vecinos y hubo aplausos cuando se asomaron con el trofeo. Eran otros tiempos.
Convirtió el mejor gol de la historia de la Libertadores, frente a Peñarol en 1976. Arrancó desde la mitad del campo, volcado hacia la derecha, cruzó el campo en diagonal eludiendo a quien se le cruzara (7 en total) y tocó junto a un palo ante la salida del arquero Corbo. Hizo otros similares, pero nunca había recorrido tantos metros. No hay un registro completo, ya que ese año el despropósito dirigencial prohibió la televisación para que fuera más gente al estadio. Fue filmado por los noticieros cuando la jugada iba por la mitad.
En La Bombonera, la hinchada de Boca le entregó una placa antes de un partido que decidía un cupo para la Libertadores en 1987, la que después lo llevó a San Cristóbal y Mérida. Hizo el gol decisivo, inevitable cuando encaró solo a Hugo Gatti. Tocó el balón con tal precisión que entró despacito con suspenso y casi no llega a la red. El técnico era Pastoriza. Juntos alcanzaron dos títulos nacionales memorables, uno con dos goles del Bocha en la final ante River. El otro lo evoca Eduardo Sacheri en su relato “Gracias, Señor Pastoriza”. Se decidió en Córdoba, frente a Talleres, que se puso en ventaja con un gol con la mano, lo que generó protestas descontroladas y tres expulsiones. Pastoriza los contuvo para que no abandonaran el campo. Les dijo: “Vayan, sean hombres, jueguen y ganen el título”. Eran 8 contra 11, la tocaron Bertoni y Biondi, la recibió Bochini y la colocó con categoría. El empate consagró a los Rojos.
No era de festejar mucho, salvo en esas situaciones heroicas. La cuarta Libertadores la ganó en 1984, también dirigido por Pastoriza. La final con Gremio en Porto Alegre fue calificada por la revista El Gráfico como “el partido perfecto”. El gol llegó en una jugada colectiva maravillosa con un pase bochinesco a Jorge Burruchaga para definir. Todavía hoy se les da ese calificativo a las asistencias impecables que pasan por el lugar exacto para dejar al goleador frente al arco. Era un equipo brillante, que conquistó la Intercontinental en Japón ante el Liverpool.
El genial escritor Roberto Fontanarrosa contaba la angustia de cuando su Rosario Central debía enfrentar a Independiente y describió al crack: “Con ese caminar algo bamboleante, el pasito corto, un poco cabizbajo, el ceño fruncido como si siempre estuviese preocupado por algo, la pelada y un mechón de pelo volado hacia el costado. Como si alguien le hubiese dibujado el pelo y, antes de que se secara la tinta, le hubiese pasado el dedo por encima, sin querer, dejando un manchón. Siempre parecía haber viento en las canchas donde jugaba el Bocha, por ese pelo. Parece mentira que un futbolista con tan poca presencia física haya llegado a ser el maravilloso jugador que sin duda alguna fue. Bertoni era el brazo armado de Bochini, el que traducía en gol lo urdido por su compañero”.
En 1989 sumó su 14º trofeo. A los 35 años desnivelaba pensando más rápido que sus marcadores. La hinchada cantaba cambiando la letra de León Giecco: “Sólo le pido a Dios que Bochini juegue para siempre, siempre para Independiente, para toda la alegría de la gente”.
El poeta Héctor Negro escribió “A Bochini”, también adelantándose al retiro temido: “Cuando no salgas más entre los once, serán los lagrimones del rocío los que en el pasto lloren y allí, entonces, ¿con que se llenará el domingo mío?”. Así pintó su juego: “Los magistrales quiebres de cintura, el amague feliz, la gran pirueta, de esconder la pelota o la locura de bordar media cancha con gambetas. Y luego el «Bo-Bochini» como premio, bajando desde el grito de la hinchada, cuando en el verde se soltaba el genio, chispeando el resplandor de otra jugada”.
Para ponerle un nombre al estadio de Independiente, una oscura encuesta dejó en primer lugar el extraño “Libertadores de América”, relegando a “Ricardo Enrique Bochini”, que ya tomará su lugar, como en la calle que bordea a la cancha.
La Iglesia Bochinesca se creó en 2006 al estilo de la maradoniana. Hoy los miles de devotos se saludan con “Feliz Navidad” y celebran el año 60 después del Bocha, un personaje formidable, un genio del fútbol cuyo arte continúa en cada Maradona y en cada Messi.
El profesor Edgardo Broner escribió, para el diario Panorama, esta genial semblanza sobre Ricardo Bochini. La reproducimos en Idioma Fútbol.